La Correspondencia de España, 28
de diciembre de 1920
LAS FIEBRES TIFOIDEAS
Otra vez vuelve a padecer Madrid
el terrible azote de la fiebre tifoidea
Al escribir estas líneas no puede
por menos de hallarse fijo en mi pensamiento el nombre de «Juan de Aragón». En
la última epidemia pasada, el solo, y exclusivamente sólo, denunció los
primeros casos, continuando a raíz una valiente campaña, con la claridad y
brillantez tan envidiable con que se encuentra dotada su pluma. Consiguió que
los que debían fijarse prestaran su debida atención a tan palpitante asunto. Yo
presumo no tardará mucho tiempo en que la misma se ocupe, con la extensión que
merece, en asunto que tanto atañe a la salud pública.» (De La Tribuna.)
Uno de los doctores más
ilustrados, más trabajadores y más altruistas de la Facultad madrileña, que
oculta su nombre con el seudónimo «Dioscórides», publica en «La Tribuna» un
artículo dando la voz de alarma contra la epidemia de fiebres tifoideas que ha
invadido de nuevo a Madrid. De ese artículo son las líneas que encabezan éste,
y en nombre de «Juan de Aragon» las contestaré. Las cosas que voy a decir
quiero decirlas, no bajo mi seudónimo, sino con mi nombre.
¡Amigo «Dioscórides», estoy
cansado, fatigado, vencido por el convencimiento de que en este bendito pueblo
perdemos el tiempo cuantos nos hemos consagrado a defenderlo! Todo es inútil, y
todos los buenos propósitos se estrellan ante su santa pasividad y su seráfica
resignación. Está presenciando durante días, semanas, meses, años, décadas,
cómo las autoridades lo hacen esclavo de la Muerte, y con la misma resignación
soporta una epidemia de tifus o de viruelas o de otra enfermedad remediable que
«la cola del pan», «la cola del aceite», «la cola del tabaco» y las mil «colas»
que en Madrid hay que hacer para todo, menos para morirse, por culpa de las
autoridades. Durante treinta años he defendido a este Madrid, que podría ser un
sanatorio por su altura, por su clima, por sus aires purísimos, por su Cielo
incomparable, y continúa siendo la Ciudad de la Muerte. Lo único que en Sanidad
se ha hecho imágenes lo poco que pude hacer en tres meses que fui gobernador de
esta provincia, y yo le aseguro que aquella campaña me costó tantas amarguras,
que de saberlas, acaso no la habría realizado. Sólo le diré, y ya es bastante,
que para realizarla tuve que amenazar con mi dimisión «haciendo ruido», y que
una vez emprendida, no llegó a 8.000 pesetas la cantidad que recibí ¡para
vacunar a toda la Provincia ¡. Realicé el milagro gracias a amigos cariñosos
que me regalaron muchos millares de vacunas, al concurso del doctor Chicote y a
la incansable actividad del doctor La Call, al cual muchos combaten, y yo
defenderé siempre, pues me sirvió con celo y abnegación. En tres meses quedó
desterrada la viruela de la Provincia, y a los centenares de muertos que
figuraban en la Estadística sustituyó el cero.
Cuando, salí del Gobierno Civil,
¡el mismo día!, cesó de cumplirse mi Bando, y mis sucesores no tuvieron otra
manía que la de ir deshaciendo lo que había empezado a realizar, como si el
restar vidas a la muerte, extirpar la mendicidad, enseñar a trabajar a los
ciegos, dar de comer a los vergonzantes y tener abierta la puerta del despacho
oficial a toda miseria y a todo dolor fuesen nefandos errores de política
liberal.
¿Sabe usted quiénes fueron los
mayores enemigos de aquella campaña sanitaria? Pues precisamente aquellos a
quienes la Sanidad no se les quita de la boca, como si entre sus dientes la
tuviesen sujeta para comérsela y luego digerirla. Algún día charlaremos y sabrá
usted cosas inconcebibles.
Meses más tarde apareció la
epidemia tífica y, juntamente con el doctor; Marañón, di la voz de alarma. Las
autoridades nos tildaron de alarmistas, el Señor Alcalde -todo con mayúscula-
nos calificó de enemigos de Madrid y hasta los comerciantes y pupileros se
alzaron contra nosotros, diciendo que alejábamos de Madrid a los forasteros.
¿Qué les importaba a ellos que viniesen y muriesen? La campaña fue violenta y
el vecindario empezó a hervir el agua. Después, hice la campaña de la
vacunación, y ¿sabe usted lo que me decían algunos mercaderes de la Sanidad?
Pues me decían que la vacuna no era eficaz aún insinuaban que debía estar
subvencionado por alguna casa productora de vacuna y por algún fabricante de
ollas para hervir el agua. Entonces recibí insultos anónimos a docena y grosera
misivas llamándole pedante, por hablar de lo que no entendía, como si no fuese
ya axiomático en todo el Mundo civilizado que el microbio del tifus abdominal,
creo que se llama de Ebert, muere a los 100 grados, y que la vacuna inmuniza
durante un largo período de tiempo.
¿Alientos para perseverar? Ni uno
solo, amigo «Dioscórides». ¿Estímulos para luchar? De ninguna clase. Ni oficial
ni particularmente se acordó nadie de que había defendido durante treinta años
a este pueblo de Madrid, ni de que había librado de la muerte a cientos de
madrileños y de la fealdad a millares. Sólo se acordaron de mí aquellos a
quienes una vacuna mal aplicada o mal elaborada les produjo flemones u otras
complicaciones. Esos... ¡casi todos me escribieron «metiéndose hasta con mi
familia»! Los demás, los salvados de la muerte, de la enfermedad, de la
fealdad... ¡el silencio! Y para vergüenza de quienes se llaman directores de la
opinión pública, hasta periódicos hubo, que se llaman serios, que la vacunación
pusieron en solfa.
Estoy ya viejo, cansado,
convencido de que cuanto haga es inútil. Arriba, abajo y en medio reina la
indiferencia, y todos están tranquilos. Sobre todo, los de arriba. Para que se
enmendasen sería preciso que un buen día se decidiesen los de abajo a ir a la
Casa de la Villa y arrojar de allí violentamente, sin hacerles daño por
supuesto, a quienes no son otra cosa que proveedores de Sanatorios y de
Funerarias, por ser culpables de que Madrid sea la ciudad del Hambre y de la
Muerte.
Esopo, amigo «Dioscórides» hizo el
milagro de hacer hablar a los irracionales; pero el milagro que Esopo hizo en
sus fábulas es poca cosa comparada con el que en España hacen a diario los
gobernantes. No se contentan como Esopo con hacerlos hablar, sino que los
encumbran y los hacen. Personajes.
Para usted, desinteresado Quijote de la Sanidad y de la Higiene, las gracias más expresivas, y con ellas, el ruego de que no pierda el tiempo, porque mientras Madrid no tenga conciencia ciudadana, nada se conseguirá y los madrileños seguirán muriéndose como perros.
LEOPOLDO ROMEO
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